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Muere Donald Rumsfeld, el arquitecto de la invasión de Irak

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Donald Rumsfeld. / AFP

Sus críticos ven al exsecretario de Defensa como un asesino de guerra que nunca fue enjuiciado por sus crímenes

Antes de que Donald Trump popularizarse las ‘fake news’, Donald Rumsfeld las practicaba a diario. El
primer secretario de Defensa de George W. Bush, convertido en portavoz de la guerra de Irak a través de sus conferencias de prensa diarias, murió ayer
días antes de cumplir los 89 años, «rodeado de su familia, en su amado Taos» (Nuevo Mexico), decía el comunicado oficial.

Para muchos, esta muerte pacífica coronaba la infamia de su vida. Las necrológicas más amables le recordaban como uno de los
secretarios de Defensa más poderosos en la historia de Estados Unidos, primero con Gerald Ford, con el que sirvió durante ocho años, y luego con Bush, que sólo se deshizo de él cuando su partido perdió las elecciones de medio mandato, tres años después de la desastrosa
invasión de Irak. Para The Daily Beast, no hay que llorar su muerte «sino a sus víctimas». Las mismas que como jefe del Pentágono se negó a tabular.
«No nos dedicamos a contar cadáveres», contestaba cada vez que se le preguntaba por el número de muertos iraquíes que iba dejando el conflicto. La respuesta sirvió de nombre para un grupo civil que intentó documental el máximo posible de víctimas,
IraqBodyCount, que logró poner nombre y apellidos a 208.000. Un un estudio de la revista médica Lancet aumentó la cifra con una estimación hasta 655.000 solo en los primeros tres años después de la invasión de 2003.

A eso habría que añadir las que dejó la
invasión de Afganistán, de la qué se desviaron recursos para cubrir la de Irak. Los críticos acusan a Rumsfeld de haberla llevado a cabo con
muchas menos fuerzas de las que se necesitaban para estabilizar al país y sin un plan para cambiar de régimen. El general del Ejército de Tierra Eric Shinseki había estimado que harían falta «varios cientos de miles», pero Rumsfeld desestimó sus observaciones y, más adelante, aseguró a la prensa que
«nadie en el Pentágono dijo que no eran suficientes».

Fake news

Fue una de las muchas mentiras que lanzó con desparpajo y sin titubear frente a las cámaras. La era de los
fake news
no incluía entonces antagonizar a la prensa, que Rumsfeld, menos interesado en los ratings televisivos, sabía cómo manejar sin los desafiantes ataques de Trump. De hecho, Annie Liebovitz lo fotografió para una portada de Vanity Fair titulada «un secretario de guerra como ningún otro… ¿Algún problema con eso?».
La revista People lo consideró en 2002 «el miembro más sexy del gabinete» y
The New York Times abrazó infamemente su teoría de las armas de destrucción masiva a través de las filtraciones de inteligencia que se le hicieron a la periodista Judith Miller. Un año después el rotativo se retractó de la «controvertida» información publicada en sus artículos, pero Rumsfeld nunca lo hizo.

Una de las frases célebres con las que evitó reconocer que nunca existieron le acompaña en el epitafio con algunas necrológicas recuerdan «al hombre de los
conocimientos desconocidos», capaz de dejar perplejos a sus interlocutores con absurdos trabalenguas: «Como sabemos, hay muchos conocimientos conocidos.
Sabemos que hay muchas cosas que sabemos. También hay muchas cosas que sabemos desconocidas. Con eso quiero decir que sabemos que hay cosas que no sabemos», contestó en una ocasión para zafarse de la pregunta de las armas de destrucción masiva.

Previamente
había asegurado a ciencia cierta tener «pruebas irrefutables» de que Sadam Hussein daba santuario a al-Qaeda, cuando en realidad fue la invasión de Irak la que abrió las puertas de ese país al grupo terrorista que perpetró los ataques del 11-S. Rumsfeld, su delfín político el vicepresidente Dick Cheney y otros halcones del gabinete, convencieron al presidente y a la opinión pública de que
si no intervenían de forma preventiva en Irak Saddam Hussein transferiría a Al Qaeda sus armas químicas, con lo que EEUU tendría que enfrentar un ataque incalculablemente peor que el que acaba de vivir. La ausencia de esas armas y de cualquier evidencia que conectase al dictador iraquí con los ataques terroristas de al-Qaeda no le inmutó lo más mínimo.
«Solo por qué no tengamos pruebas de que algo existe no significa qué tengas que tener pruebas de que no exista», afirmó.

Hicieron falta fotos para que existiesen
las torturas de Abu Grahib, que aún así redujo a unas cuántas manzanas podridas. Durante su mandato de bulos y falsas realidades, las tropas estadounidenses en Irak vivieron desconcertadas el embate de las guerrillas que Rumsfeld se negó a ver como una resistencia a la invasión. De acuerdo con sus palabras, los soldados creyeron que los iraquíes les recibirían con flores y atribuyeron las balas y artefactos explosivos a alguna conspiración insospechada de enemigos variopintos como la prensa ‘empotrada’ o los franceses que se habían negado a participar en la invasión.
Los bulos de entonces costaron vidas, pero nunca se sabrá cuántas porque Rumsfeld se encargó de que no se contaran.

«El país que ayudo a desmembrar todavía no se ha recuperado, ese es su legado.
Que arda en el infierno para la eternidad», le deseó por Twitter el escritor y activista de derechos humanos Iyad el-Baghdadi.

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